Me había prometido no volver a abusar del copy/paste, pero este cuento me eludió por varios años, incluso tenía el nombre erróneo. Finalmente lo hallé en la página de Clauzzen Hernández, conductora del programa Hexen, de Reactor 105.7.
Así que, con agrado les presento:
¡No se duerma en el Metro!
Mario Mendez Acosta
Hay cosas en la vida, y eso incluye a esta Cd de México, que más vale
que nunca averigüemos. La ignorancia nos permite dormir con placidez en
la noche, y concentrarnos en nuestros respectivos trabajos. Por
ejemplo: ¿Se ha preguntado usted qué les sucede a las personas que se
quedan dormidas en el Metro, cuando éste llega a la Terminal de una
línea, lo que causa que no escuchen la advertencia que les pide
abandonar el vagón y sigan adelante en el mismo, adentrándose en un
profundo túnel oscuro que aparentemente no lleva a ninguna parte? La
verdad es que esa es una de esas cosas que en realidad no nos conviene
averiguar, si es que queremos mantener la ilusión de que vivimos en un
universo racional.
Sin embargo, no está de más tomar algunas precauciones sencillas, que
bien pueden evitarnos experiencias en verdad lamentables. Una de ellas
es la de no dormirnos nunca en el Metro; en especial, después de la
puesta del sol. Para Arturo Marquina, periodista ya no tan joven, y
autor ocasional de relatos de ficción científica, cuentos de horror y
novelitas policiacas, ese descuido le produjo un extraño desarreglo que
sus amigos califican casi de locura. Se niega Arturo, quien es una
persona sensata, racional y de buen humor, a acercarse siquiera a las
entradas al Metro. Se niega también a pasar por encima de las ventilas o
registros del sistema de Transporte Colectivo de esta capital. En eso
puede ponerse hasta agresivo y desagradable. Marquina se niega a hablar
de esa extraña fobia que lo aqueja. Siempre logra desviar la
conversación cuando se le interroga al respecto. Sólo una vez, en una
cantina de Bucareli, después de varias horas de consumo y animada
conversación, llegó un momento en que se puso serio e hizo una
advertencia a uno de los amigos, que le dijo que usaba a el Metro
cotidianamente y en especial a muy altas horas de la noche. “¿Llegas a
alguna terminal a esas horas?, preguntó Arturo. Ante la respuesta
afirmativa, nuestro amigo abandonó su discreción. “¿Tú has sabido qué le
ocurre a las personas que se quedan dormidas en los vagones que siguen
avanzando después de la última estación?-“La verdad, no”-repuso su
compañero. “Yo sí lo sé”, continuó Arturo.”Esto que te voy a contar no
es un cuento, te pido que me lo creas, por tu bien. Nunca lo repetiré
ante ustedes”.
Fue hace justo un año. Serían cerca de las once de la noche y salía
yo del trabajo después de un día durísimo. Tomé el Metro en la estación
Hidalgo, y me dirigí hacia Tacaba. Ahí transbordé hacia Barranca del
Muerto. Ya a esa hora, el Metro va casi vacío. Cerca de Tacubaya me
quedé dormido. El tren llegó sin duda a la Terminal, sin que yo
despertara. No oí la distorsionada voz de advertencia que sale del
sistema del sonido, ni el insistente pitido del silbato electrónico que
anuncia las paradas. Después, unos segundos después, cuando ya el vagón
se dirigía hacia el inquietante túnel que continúa el trayecto, alcancé a
ver el letrero y la insignia de mi estación de destino la cual quedaba
atrás. Con preocupación y fastidio, pude ver que no iba solo. Unos
asientos más adelante iba un tipo viejo y desastrado, en evidente estado
de ebriedad que seguía dormido y cabeceaba con cierto ritmo. Pensé que
quizá este tren cambiaría de vía y regresaría por el mismo trayecto en
unos momento más. Pero no fue así.
“El vagón siguió adelante, se desvió hacia la derecha y después de
avanzar varias decenas de metros, hizo alto en un lugar totalmente
oscuro. El motor se detuvo y lo mismo la ventilación. El silencio más
absoluto cayó sobre nosotros. Fue entonces cuando las luces se apagaron.
Ahí, empecé a sentir algo de miedo. Había un poco de claridad,
proveniente de la parte posteior del túnel. Por fortuna, traía mi
linterna de bolsillo y además ésta tenía pilas. Me paré y me dirigí a mi
aún dormido compañero de tribulación. Me acerqué a él y lo sacudí por
el hombro. Me preguntó qué pasaba y rápidamente le expliqué nuestra
situación. Respondió con una imprecación y puso su rostro contra la
ventana para tratar de ver dónde nos hallábamos. Me di cuenta que este
vagón se quedaría ahí toda la noche, por lo que me dispuse a tratar de
forzar una de las puertas. Era inútil, me convencí que sólo saltando a
través de una de las ventanas podríamos salir del carro. Fue entonces
cuando oí un ruido en el techo. Algo cayó encima del vagón y recorría el
techo. De pronto, se escuchó otro ruido en el extremo opuesto del
carro. Dirigí el haz de mi linterna y pude ver una sombra que caía al
suelo después de haber entrado por laventana. “¡Vaya, al fin!… ¡Oiga,
necesitamos que nos ayude a salir!” No hubo respuesta. El borracho fue
más directo. Avanzó hacia el intruso y lo tomó por las ropas. “¡Sáquenos
de aquí! ¡Esto es un atropello, malditos burócratas!”. El extraño no
respondió, sólo levantó una mano.
“A la luz de mi linterna pude ver que era blanca como la harina,
delgada y fibrosa, y con unas larguísimas uñas que semejaban garras.
Como un rayo, esa mano rasgó la garganta del pobre vagabundo. Fue
entonces cuando vi el rostro del ser que tenía enfrente. Pálido, calvo,
con enormes ojos amarillos, orejas largas, una nariz grotescamente
respingada con dos protuberancias carnosas en la punta. Vi como abrió la
boca llena de dispares y puntiagudos dientes, que pronto recibió el
borbotón de sangre que salía del desafortunado pasajero. Fue en esos
momentos cuando recibieron mis narices la patada del nauseabundo olor
que despedía esa criatura. El espectáculo y el olor me hicieron de
inmediato vomitar. En medio de las arcas de la basca, escuché otro ruido
metálico detrás de mí. ¡Alguien más entraba al vagón por otra ventana!
No esperé un segundo más. Me lancé hacia el primer intruso, que aún se
cebaba en su víctima, y derribándolos a ambos llegué a la ventana por
donde había penetrado el primer monstruo. Escuché un forcejeo detrás de
mí, con el que sin duda el invisible perseguidor se abría paso también
entre la pareja víctima-victimario que se interponía entre nosotros.
Salté fuera del vagón y logré caer en el suelo sin dislocarme siquiera
un tobillo. Emprendí la huída, como un poseso, hacia el extremo
iluminado del túnel. Detrás de mí se dejaba oír un jadeo que acompañaba
rítmicamente a un penetrante chillido.
“La luz aumentaba poco a poco. Sentía que mi perseguidor rápidamente
iba descontando ventaja. Decidí voltear la cabeza… y quizá eso sea lo
que más me ha desgraciado la vida de toda esa experiencia. Vi a un ser
similar al que había despedazado al pobre ebrio en el vagón, nada más
que éste mostraba una regocijada sonrisa idiota. En la penumbra del
túnel veía su tez, amarillo limón, y su larga frente con que se relamía
con anticipación. Por fortuna, de frente llegaba otro tren de vagones
del Metro. Salté a su paso y alcancé la parte central del túnel. Mi
perseguidor no quiso hacer lo propio. Recorrí los últimos metros que me
separaban ya de la iluminada estación. Al llegar a ella, subí al andén.
Justo a tiempo. Unos metros atrás la criatura, que se había desplazado
por el techo del túnel, asida de sus largas garras, tanto de manos como
de pies, cayó detrás de mí y alcanzó a lanzarme un zarpazo a la
pantorrilla”.
Arturo nos mostró una cicatriz, que aún dejaba ver las huellas de una prolongada infección que apenas había sido dominada.
“Ya en el andén, emprendí la carrera hacia la calle. No me detuve
hasta llegar a mi departamento, donde atranqué la puerta y me refugié en
un garrafón de mezcal.
“Me expliqué por qué en los talleres del Metro se trapea y se friega
con tanto esmero el piso de los vagones todas las mañanas. ¡No se
duerman en el Metro! Si lo hacen, corren el peligro de, por lo menos, no
volver a dormir nunca más con tranquilidad”...
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