Como cada año el 2 de Octubre se recuerda a los caídos en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco.
En
1968, con las Olimpiadas en puerta, el régimen no tuvo otra opción que
reprimir con sangre y fuego las protestas de los jóvenes de la época.
Gustavo Díaz Ordaz, rebasado por las manifestaciones estudiantiles solo fue un
títere, ahora lo sabemos, de las maquinaciones de Echeverría, senil y
podrido en su vejez, este hombre fue, por dos sexenios el verdadero
poder tras el trono.
Sin embargo, las presiones a las que se veía sometido el señor
presidente, jefe máximo de la Revolución y dador de vida, bueno casi,
el Gran Macho, el Chingón; ante todo eso que significaba ser el
gobernante y comandante supremo, macho alfa del país; tuvo que aceptar
que toda la culpa recaía en sus manos, que la responsabilidad era suya,
por el puesto ocupado.
Y
el verdadero asesino, como premio, paso a tomar el lugar del pendejo
que lo dejo trepar, y se convirtió, de la noche a la mañana, en el líder
no solo del país, sino de los países no alineados del mundo, vistió las
guayaberas que ahora regresaron de la mano del innombrable
y ataco, con la mano izquierda a las guerrillas que nacieron del 68
mientras que con la derecha hacia suyo el discurso de izquierda.
La
guerra sucia, la toma de Excelsior, escuadrones de la muerte o guardias
blancas y, la cereza del pastel, el jueves de Corpus, la matanza del
71, los halcones, ese es el legado del licenciado Luis Echeverría Álvarez.
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