Un cuento Creative Commons del Blog Europa En Llamas
Tu Nombre en la Noche
Cuando
me despertó el chirrido de las llantas al frenar violentamente junto a
mi edificio no tuve que mirar por la ventana para saber quiénes eran.
Tampoco habría visto gran cosa si me hubiese asomado, porque era noche
cerrada. De todos modos, preferí no hacerlo. Hacía tiempo que
esperábamos su visita. Sin embargo, no podía evitar preguntarme de
cuánto tiempo disponíamos… ¿Cuánto tiempo hasta que llamasen al
timbre?¿Cuánto tiempo hasta que algún vecino les abriera la
puerta?¿Cuánto tiempo hasta que subieran las escaleras y golpearan en
nuestra puerta?¿Cuánto tiempo hasta que…? Y, lo más importante: ¿qué
íbamos a hacer con esa pequeña fracción de tiempo disponible?¿Seríamos
lo bastante rápidos?¿Nos paralizaría el miedo?
El
plan había sido ensayado muchas veces. Habíamos tenido mucho tiempo
para practicar. Naturalmente, la cosa no había empezado al día siguiente
de la aprobación de las reformas de la ley. No, eso hubiera sido
demasiado evidente. Después de que la llamada Ley de Seguridad Nacional
fuera cambiada y sus reformas aprobadas en el congreso, el ejército
comenzó a detener a presuntos malhechores. Entraban en sus casas de
noche, se los llevaban y nunca nadie volvía a saber de ellos. Al
principio nos alegramos, como todos. ¿Cómo no alegrarse? Al fin y al
cabo, se trataba de delincuentes, de narcotraficantes, de asesinos, de
torturadores. O por lo menos eso nos decían. Las cosas habían llegado a
tal extremo en el país que incluso nos pareció que la situación
mejoraría. Por lo menos, nos decíamos, ahora se estaba haciendo algo.
Luego,
las cosas comenzaron a cambiar…dejamos de ver la tele cuando amigos de
amigos empezaron a desaparecer. Incluso en la capital, que hasta
entonces había sido el último reducto seguro del país, la gente
desaparecía sin dejar rastro. Recordé haber leído en algún lugar que eso
ya había ocurrido en otras dictaduras, en otros países, en otros
tiempos. Pero nosotros –pensábamos aún- no vivíamos en una dictadura.
Una noche los oí frenar en mi calle y oí el grito desesperado de una
mujer antes de que la metieran a culetazos en el carro. Gritó su nombre.
Creo que era su nombre. Un nombre de mujer en cualquier caso. El nombre
se quedó flotando en mi memoria y supe que esa mujer, a quien no
conocía, nos estaba pidiendo a todos nosotros –testigos silenciosos de
la barbarie cometida con nuestro consentimiento- que le dijéramos a
alguien, a quien fuera, que ella ya no estaría más.
Pero
incluso sin ver la tele las noticias llegaban. Llegaban a través de
sms’s, a través de cadenas de emails con la lista creciente de los
nombres de los desaparecidos, llegaban a través de Facebook en forma de
peticiones desesperadas, como fuera llegaban. Los postes de luz
comenzaron a cubrirse de fotocopias en blanco y negro con los rostros de
los desaparecidos. Caminar por la calle era una tortura. Los rostros,
jóvenes o viejos, guapos o feos, te veían acusadoramente. Y te avisaban
de que tú podrías ser el siguiente. Y el miedo, el miedo atroz,
permanente, que te paralizaba los huesos.
Fue
cuando desaparecieron a mi cuñada y a su esposo que el miedo pareció
quebrarse. Se llevaron a los niños, también. Mi esposo salió a buscarlos
en vano. Recorrió todos los hospitales, todas las comandancias, todas
las morgues. Llamó a todas las puertas y a todos los contactos, pero
evidentemente, no sirvió de nada. Mientras tanto, yo miraba a mis hijos y
pensaba en qué haría si llegaba el momento. En qué haría cuando llegase
el momento. Porque llegaría. Ahora sabía que llegaría. No necesité
esperar las llamadas anónimas para saber que mi esposo estaba siendo
incómodo y que sus preguntas molestaban. Tampoco tuve el valor para
decirle que lo dejara estar, que nunca iba a encontrarlos, que lo que
hacía nos ponía en peligro. Lo único que pude hacer fue pensar en un
plan desesperado. En cómo aprovecharía esos últimos segundos para tratar
de poner a salvo a los niños. Hablé con la vecina y lo dejé todo
dispuesto. Vendrían a por nosotros, pero tal vez lograríamos salvar a
los niños.
Y me senté a esperar a que llegara esa noche en que el chirrido de las llantas contra el asfalto me despertaría.
Corrí
entonces a despertar a los niños. A empellones los saqué de la cama
mientras abajo, en la calle, el timbre comenzaba a sonar. A rastras los
empujé por el pasillo hasta llegar al departamento de la vecina. Sabía
que estaba despierta. Tenía que estarlo, como todos los demás. Hacía
meses que nadie lograba conciliar un sueño profundo en el país. Y yo
estaba tan cansada.
Todo
ocurrió muy deprisa. Me cubrieron la cabeza y me bajaron a golpes por
las escaleras. Oí los gritos de mi esposo pero no logré distinguir que
decía. Luego, estaba dentro de una camioneta. Había más gente allí,
sentí sus respiraciones, pero no decían nada. Oí pasos y otro cuerpo
cayó sobre mí. Supe al instante que era mi esposo, pero parecía
inconsciente, porque no respondía a mi voz. La pick-up no arrancaba
todavía. ¿Qué esperaban?¿Era parte del juego?
Los
oí entonces. Los gritos de mis hijos. Y entonces, cuando la camioneta
al fin arrancó, grité mi nombre. Quizá para que me oyeran los niños,
donde fuera que estuviesen. O para que alguien, en algún lugar, supiera
que ya no estábamos.
@europaenllamas
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